viernes, 28 de abril de 2017

NOTA

Más sanguinario en el 2016 de
México, fue estado de Guerrero
Un nuevo informe de un importante centro de investigación ofrece una visión general de los problemas de seguridad en México, con una exploración de las tendencias de largo plazo y las causas inmediatas del repunte del derramamiento de sangre en 2016.
El informe, titulado “Drug Violence in Mexico: Data and Analysis Through 2016” (Violencia por drogas en México: datos y análisis para 2016) es la más reciente de una serie de publicaciones anuales del proyecto Justicia en México, operado por el departamento de estudios políticos y relaciones internacionales de la Universidad de San Diego.
Los autores, los profesores Kimberly Heinle, Octavio Rodríguez Ferreira y David A. Shirk, señalan al comienzo del informe que en 2016 hubo un incremento sustancial en el número total de homicidios y de homicidios relacionados con el crimen organizado.
Con base en estadísticas del Sistema Nacional de
Seguridad Pública (SNSP), contaron 22.932 muertes totales en 2016, un aumento aproximado de 20 por ciento en relación con las 18.650 muertes registradas en 2015. El total de 2015 también representó un leve incremento sobre 2014, lo que significa que el año anterior no solo representó un cierre decisivo a la mayor tranquilidad de los primeros años de la administración de Peña Nieto, sino también la intensificación de la espiral de violencia.
Veinticuatro de los 32 estados mexicanos reportaron incrementos en homicidios, un reflejo de una tendencia general a mayor violencia. Los incrementos se concentraron especialmente en Colima y Zacatecas, donde hubo repuntes en los homicidios de cuatro y dos veces más, respectivamente. Baja California, Michoacán y Veracruz también registraron incrementos sustanciales. Guerrero se mantuvo como el estado más sanguinario de México en 2016.
Con excepción de Veracruz, que se sitúa a lo largo de la Costa del Golfo de México, todos esos estados son claves para las rutas de tráfico por el Pacífico. La mayoría de ellos se han contado por mucho tiempo entre las zonas más notoriamente conflictivas de México, si bien Colima se libró en gran medida de lo peor de la violencia relacionada con el narco en años anteriores.
ANÁLISIS DE INSIGHT CRIME
En el análisis de las tres fuentes que rastrean las muertes ligadas al crimen organizado, los autores del informe señalan el crimen organizado como factor principal en el aumento de la violencia en el territorio nacional. Prácticamente la totalidad de los incrementos en homicidios en Colima y Zacatecas se derivan de alzas en violencia asociada al crimen organizado, concluye el informe. Guerrero, Michoacán y Nayarit (otro pequeño estado costero clave para las rutas de tráfico del Pacífico) también exhibió un aumento sustancial en ese tipo de homicidios. En todo el país, los cálculos de la fracción de asesinatos totales atribuibles al crimen organizado varían de 30 por ciento a más de 50 por ciento.
Uno de los motores claves a los que apuntan los autores es la extradición de Joaquín “El Chapo” Guzmán y el término de la que llaman Pax Sinaloa, mediante la cual el Cartel de Sinaloa consolidó el control sobre gran parte del norte y el oeste del país. Las victorias del Cartel de Sinaloa pusieron término temporalmente a las luchas por zonas como Tijuana y Juárez hacia 2010, pero esos triunfos no fueron lo bastante decisivos para resistir el retiro de su principal líder. Tampoco, en realidad, el Cartel de Sinaloa fue capaz de consolidar control suficiente sobre Guerrero para dar una apariencia de calma al estado del Pacífico sur.
Actualmente, la reaparición de los antiguos adversarios del Cartel de Sinaloa han empujado a muchas regiones de vuelta a los intensos índices de violencia que tuvieron durante la administración del anterior presidente Felipe Calderón. El final de la hegemonía del Cartel de Sinaloa también precipitó la aparición de nuevos antagonistas, desde Fausto Isidro “Chapito” Meza Flores hasta el Cartel de Jalisco Nueva Generación (CJNG), cuyas ambiciones han incitado un mayor repunte en la violencia.
Una de las fortalezas del artículo de Justice in Mexico es que va más allá de la explicación limitada a los actores del crimen organizado, sin negar su importancia. Los autores también se centran en problemas sociales muy arraigados y tendencias políticas amplias, cuyas innumerables interacciones con los problemas de seguridad pública crean los desafíos de seguridad enormes y dinámicos.
Por ejemplo, citan investigaciones académicas de reciente publicación que señala a la migración, la desintegración familiar y barreras a la educación como factores importantes del crimen. Sin resolver estos problemas sociales, muchos de los cuales vienen de décadas de inercia, los altibajos de las interacciones criminales no pueden más que tener gran impacto. En otras palabras, es probable que la violencia tenga unos bajos muy elevados.
También señalan los problemas económicos que atraviesa México, desde la debilidad de la moneda hasta los bajos precios del petróleo, el producto de exportación que más ganancias le reporta a México. Estos y otros aspectos, que van desde el crecimiento descontrolado de la economía informal hasta las políticas de deportación de Estados Unidos, tienden a afectar de manera desproporcionada a las comunidades mexicanas más vulnerables.
El artículo también ofrecen una actualización sobre las reformas al sistema de justicia en México, cuya revisión de cada ocho años se completó en 2016. La reforma, que fue uno de los logros distintivos de la era Calderón, buscaba inyectar eficiencia al sistema judicial mexicano en el procesamiento de los delincuentes y menos vulnerable a las clases de abusos que pusieron al país en aprietos ante la comunidad internacional.
Los autores dan parte de satisfacción generalizada con los ideales del nuevo sistema procesal, que establece la presunción de inocencia y se basa en el enfoque adversarial vigente en gran parte del mundo desarrollado. Al mismo tiempo, muchos de los encargados de trabajar dentro del sistema reformado han sido incapaces de actualizar sus oficios a las nuevas disposiciones, y algunos continuarán exhibiendo opiniones retrógradas en relación con la conducta acusatoria:
[E]ntre 13 por ciento y 29 por ciento [de los jueces, fiscales y defensores de oficio que respondieron la encuesta] declararon que nunca han sido capacitados en litigio oral o métodos alternativos de resolución de casos. Una preocupante proporción del 48 por ciento de los fiscales, 29 por ciento de los defensores de oficio, y 13 por ciento de los jueces también expresaron su opinión de que las autoridades pueden pasar por encima de la ley con el fin de investigar y castigar a los delincuentes. El estudio también destacó el uso muchas veces poco confiable de testimonios de testigos oculares en los tribunales, pese al hecho de que sigue siendo la forma de evidencia de uso más frecuente (68 por ciento de las veces), seguido de la evidencia física (53 por ciento), y las confesiones (13 por ciento).
Al igual que sucede con los problemas sociales mencionados anteriormente, México enfrenta una tarea monumental con la ejecución de una reforma duradera a sus sistema judicial. Este implica usar los cambios a las reglas para cambiar puntos de vista, hábitos y costumbres que han persistido por décadas, y hasta siglos. Incluso con un plazo de ocho años para la implementación, se requiere más tiempo para que los hombres y mujeres que conforman el sistema judicial acojan las nuevas disposiciones, lo que significa que los beneficios de la reforma aún tienen que echar raíces completamente.

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